miércoles, 4 de enero de 2012

Fragmento de un posible... (II)

En el pasto, a unos pasos del precipicio, y relajado, Leo disfrutaba con los ojos cerrados de la música que la naturaleza componía en la tierra que le había visto nacer. Los mirlos trinaban incansables, intentando triunfar en la batalla sonora que emprendían cada amanecer frente al ruido del agua estampándose contra las rocas. Aquella melodía trasladaba la mente del joven gargáreo a las historias que su familia le había contado desde que apenas comenzó a caminar.


—Te ofrecimos al poder de las aguas en tu primer amanecer —le aseguraba siempre su madre. Allí, las viejas tradiciones se habían mantenido casi intactas, a pesar de haber hincado la rodilla ante el Rey hacía muchos años, y los recién nacidos eran expuestos, prácticamente nada más salir del vientre de sus madres, a la ingobernable fuerza del mar, considerada sagrada y suprema para decidir sobre la vida y la muerte de los habitantes de Gargalia. —Por un momento, temí que fueras reclamado por las profundidades y el mar te llevara con él. Sólo fue un instante, un pequeño relámpago que atravesó mi cuerpo haciéndome creer que perdería un hijo. —Aunque en seguida comprendió. Si las aguas subían el escaso espacio que faltaba para engullirlo, sería una señal inequívoca de la profecía que esperaban en aquellas tierras desde hacía siglos, la llegada del gran hombre a través de la gran ola.


Le encantaba echarse allí durante horas. Dejarse acariciar por el verde pasto que le cosquilleaba los pies, entregarse al viento que le envolvía en un manto de pureza invisible, impregnarse del olor de unas tierras que su familia había pisado desde antepasados suyos que ni siquiera habían conocido la Torre de los Desmayos. Ésta era una atalaya en la cual se decía que la madre que viera a su hijo, depositado recién nacido en una ruda cuna de maderos lijados, ser atrapado por el océano sufriría un impacto tal que provocaría su inconsciencia eterna. La leyenda era casi tan antigua como los primeros pobladores, y no se sabía a ciencia cierta si en alguna ocasión el agua había atraído para si algún bebé, pero no cabía duda que en un día en el que las olas fueran tan terribles como para salpicar la Torre, no era tan descabellado que un arreón ligeramente más intenso pudiera alcanzar los troncos pulidos sobre los que lloraban las criaturas aun sangrientas.

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